Vida eterna

La religión antigua aceptaba de modo casi universal la creencia en algún tipo de vida tras la muerte. Los enterramientos permanecieron sin cambios fundamentales a través de toda la antigüedad clásica, pero el modo en el que el difunto continuaba su existencia se debatió incesantemente. En el mundo de Homero la cremación y/o enterramiento del cuerpo permitía que el alma ingresase en el Hades, la residencia subterránea de los muertos a la que todos los mortales debían acudir. A los héroes (Ver, Héroe, Culto al) se les dispensaba de este destino ingrato viéndose transportados al Elíseo, las Islas de los Bienaventurados, para llevar una vida de placeres inagotables. De acuerdo con Hesíodo, antaño, algunas categorías de mortales se habían visto favorecidas con alguna forma de existencia agradable. Además, uno de los Himnos Homéricos (siglo VII a.C.) establece que los iniciados en los secretos de los misterior eleusinos podían contemplar el futuro con confianza en la felicidad tras la muerte, mientras que quienes "hacen el mal y no honran a Perséfone" se ven condenados al castigo eterno. Los filósofos, especialmente Diógenes de Sínope "el Cínico" y Platón pusieron en duda el derecho automático de los iniciados a la inmortalidad. Esto llevó a un mayor énfasis en el buen comportamiento como un criterio de selección adicional, pero no alternativo. Platón estaba profundamente influido por teorías sobre la reencarnación y el origen divino del alma que se habían divulgado a lo largo del siglo VI a.C. con la introducción del orfismo y que él expone en el Fedón. Mientras que las ideas platónicas sobre la inmortalidad se adaptaron con facilidad a las especulaciones que siguieron sobre la naturaleza del alma, la creencia de Aristóteles en la vida eterna deriva de una experiencia puramente intelectual que tuvo escaso impacto en el pensamiento popular posterior. Ver, Lucrecio, Pitágoras, Culto a los muertos.
 
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