Virtud romana
Si Roma alcanzó pronto una especie de invulnerabilidad que la hizo triunfar ante todos sus enemigos, fue porque sus tradiciones y sus costumbres le aseguraron una superioridad de hecho sobre los otros hombres; austeridad, disciplina, fidelidad a los compromisos, estricta honestidad, hicieron de ella una ciudad única entre todas. Polibio comprueba que un griego, comprometiéndose por juramento en presencia de diez testigos, encontrará siempre la manera de burlar su compromiso, mientras que la palabra de un romano, "aunque sea pretor o cónsul", será su ley. Es bien cierto que esta imagen idílica de un pueblo virtuoso, en la que se complacieron los mismos romanos y que imaginaron haber sido la de sus primeros tiempos, no puede haber sido absolutamente verídica. Pero es también cierto que los romanos manifestaron siempre muy altas exigencias morales y que, habiéndose fijado un ideal de virtud, lo llevaron hasta el pasado, confiriéndole el valor de un mito del que se esforzaron en mostrarse dignos. Esta virtud romana está hecha de voluntad, de severidad (la "gravitas", la seriedad, exenta de toda frivolidad), de abnegación por la patria. Acaso incluso es este último sentimiento el que determina y orienta a todos demás. No se parece más que en apariencia al patriotismo moderno, con el cual frecuentemente se le ha querido confundir. Es más bien, en esencia, la conciencia de una jerarquía que subordina estrictamente el individuo a los diferentes grupos sociales, y a estos grupos mismos, los unos a los otros. Los imperativos más apremiantes emanan de la ciudadanía; los más inmediatos, de la familia. El individuo no cuenta gran cosa fuera su función en el grupo; el soldado, pertenece en cuerpo y alma a su jefe; el labrador, debe hacer valer su tierra al máximo; se está al servicio de su padre, o de su amo, si se es simple miembro de una familia; mira por el bien de la familia misma, presente o futura, si es padre de familia o responsable de un dominio, por reducido que sea. El magistrado, se siente delegado por sus iguales a una función, y ésta no debe valerle la menor ventaja personal; si es preciso, deberá sacrificar a ella todo lo que le es caro, hasta su vida. Es muy probable que la concepción del deber cívico (Ver también, Devotio) fuese impuesta sobre todo por la sociedad patricia que se apoderó del poder en 509 a.C.. Fue la gens que contribuyó a mantener la estricta jerarquía de los elementos sociales, asegurando materialmente la dependencia de los individuos en relación al clan, perpetuando la autoridad del pater familias dispensador del alimento diario, aglutinando a los miembros de la casa en una red de prácticas religiosas, que simbolizaban el carácter eminente de las gens en relación con cada uno de aquellos. Y fue en tal momento cuando se impusieron, nacidas de un medio ambiente campesino, las grandes virtudes romanas. La virtud esencial cardinal para un romano es, precisamente, la que responde más directamente al ideal campesino: la virtud de "permanencia". Se mirará como conforme al bien todo lo que tendrá por efecto mantener el orden existente, la fecundidad de la tierra, la esperanza de la cosecha, el retorno repetido de los años, la renovación regular de la raza, la estabilidad de la propiedad. Se condenará, por el contrario, todo lo que es anárquico, innovador, todo lo que amenaza la regularidad de los ritmos, todo lo que desorienta. La historia de una palabra, llamada a tener una gran fortuna, la palabra luxus, permite comprender este estado de espíritu. El término pertenece primeramente a la lengua campesina: designaba la vegetación espontánea e indeseable que, por "indisciplina", compromete la cosecha. Exuberancia de los trigos verdes, demasiado tupidos; exuberancia de la viña que crece toda en hojas, en detrimento de los racimos. Luxus (o luxuries), es todo lo que rompe la medida; puede ser, por ejemplo, la huida de un caballo mal adiestrado; pero es también, para el hombre, todos los excesos que le llevan a buscar una superabundancia de placer o incluso simplemente a manifestarse de una manera demasiado violenta por su fasto, por sus vestidos, por su apetito de vivir. Sin duda, el lujo, en el sentido moderno, es condenado por sus efectos morales, porque desarrolla el gusto del lucro, que aparta al individuo de sus verdaderas tareas y favorece la pereza. Pero estas quejas no son más que secundarias; la moral romana no sabría mostrarse tan severa contra todo abuso en la vida diaria si no reposase en la desconfianza, esencialmente campesina, contra toda novedad, toda falta a la disciplina ancestral, todo lo que tiende a desbordar el cuadro de la ciudadanía. Quienquiera que se abandone al lujo testimonia por esto que está falto de disciplina sobre sí mismo, que cederá a sus instintos: a la atracción del placer, a la avidez y a la pereza y, sin duda también, llegado el día, en el campo de batalla, al miedo (que no es, al fin y al cabo, mas que el muy natural instinto de conservación. Esta moral romana está muy netamente orientada: su fin es la subordinación de la persona a la ciudadanía, y hasta los últimos tiempos el ideal seguirá siendo el mismo, a despecho de todas las transformaciones económicas y sociales. Cuando un romano, incluso bajo el Imperio, hable de virtus (la palabra de la cual hemos derivado "virtud" y que significa, propiamente, la cualidad de ser un hombre, "vir"), sobreentenderá menos la conformidad a los valores abstractos que la afirmación en acto voluntario de la cualidad viril por excelencia, el dominio de sí mismo (concediendo, no sin desdeño, a la debilidad femenina la "impotentia sui" la incapacidad a dominar su naturaleza). En todo esto no existe ningún valor que sea de orden religioso en el sentido que determina el pensamiento moderno. Los dioses romanos no han promulgado jamás un decálogo, ni la sociedad ha efectuado este rodeo a fin de imponer sus imperativos. La religión, no obstante, está lejos de hallarse ausente de la vida moral, pero interviene en ella como una ampliación de la disciplina, una prolongación de la jerarquía. Los dioses no ordenan a los hombres conducirse diariamente de tal o cual manera; no les exigen otra cosa que el cumplimiento de los ritos tradicionales. A este precio, prometen mantener su acción benefactora: Júpiter enviará la lluvia e inspirará a los magistrados de la ciudad; Ops asegurará la abundancia en los campos; Ceres hará crecer el trigo: Liber Pater hará madurar los racimos y fermentar el vino; Marte protegerá a los ejércitos, combatirá del lado de los romanos, inflamará el corazón de los soldados. Pero, sobre todo, esta acción divina se revelará eficaz para apartar los mil peligros que amenazan a cada instante las actividades humanas. Robigo, convenientemente rogado, ahorrará a los trigos la roya, la diosa Fiebre asegurará la salud, Cloacina purificará la ciudad de las miasmas, Fauno y Pales da caza a los lobos y los alejarán de los rebaños.